lunes, 18 de junio de 2007

De la ética gubernamental

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


Los temas de transparencia y anticorrupción constituyen una de las profundas preocupaciones en el mundo moderno, ya que ocupan parte importante del debate actual por su incidencia directa en el desarrollo de la democracia. Solamente cuando hay transparencia y responsabilidad se puede hablar que las organizaciones y los liderazgos tienen fuerza moral suficiente para impulsar y fortalecer la escala de valores, la legalidad, el civismo y la justicia en nuestra sociedad.


La credibilidad de los gobernantes, concepto en el cual se incluye a los jefes de Estado y a los miembros de sus gabinetes, depende de sus esfuerzos para buscar la transparencia, la responsabilidad y la capacidad de respuesta ante la queja ciudadana, todo lo cual constituye uno de los principales retos de la democracia. Sin embargo, cuando se presentan prácticas de corrupción se destruye tal reto, desde luego que, como bien se ha dicho, la corrupción en la administración pública es equivalente al cáncer, cuando es detectado y su diagnóstico nos arroja que es curable.


En este orden de ideas es que se habla de la Ética Gubernamental como el cumplimiento cabal de la función o empleo público, con riguroso apego a la Constitución, las leyes, los reglamentos o las disposiciones especiales válidas.


En El Salvador, la Ley de Ética Gubernamental tiene menos de un año de haber sido aprobada y el Tribunal de Ética Gubernamental menos de seis meses de haber sido constituido. Es indiscutible, entonces, que se ha dado un paso positivo en el esfuerzo de mantener o propiciar la ética en las actuaciones de los funcionarios y empleados públicos, especialmente después del vacío causado por la inexplicable resolución de la Corte Suprema de Justicia al haber prácticamente privado de sus facultades legales a la Sección de Probidad de la misma Corte, lo cual, en cierto modo dio al traste con toda efectividad que pudiera tener el sistema de probidad pública previsto por la Constitución de la República. Por lo demás, en estos momentos, era necesario un mecanismo de control de la corrupción, sobre todo si es que se quería optar a los Fondos del Milenio.


Así, pues, si bien es cierto que personalidades destacadas y de mucho prestigio han sido electas para ocupar los cargos del Tribunal de Ética Gubernamental, su esfuerzo e intención y el cumplimiento de los fines para los que ha sido creado dicho Tribunal de Ética solamente será posible si se cuenta con el apoyo decidido del propio Estado, y mediante una revisión de su Ley de Creación, a los propósitos de dotarla de una genuina autoridad y de la característica de vinculante de sus decisiones.


Y es que como puede advertirse de la ley, en buena parte, es una copia de un modelo extranjero, pero tiene deficiencias que deben subsanarse para adaptarla a nuestro sistema. El principal problema del tribunal, por el momento, es que no tiene suficiente autoridad para combatir la corrupción ni otras conductas impropias de los servidores públicos. Casi no tiene facultades de investigación de los casos denunciados, que debería tener muy amplias; en cambio, tiene facultades jurisdiccionales, ya que los casos que debe resolver según la ley, deben ser tratados como juicios contenciosos, en los que el denunciante debe aportar las pruebas contra el funcionario corrupto denunciado.


Pensamos entonces que este esfuerzo nacional no debe desperdiciarse; no debe quedar únicamente como una acción aislada en el combate de la conducta inmoral y delincuencial de aquellos que llegan al manejo de la cosa pública no a servir a los intereses de la sociedad, sino a procurarse su propio beneficio. En otras palabras, debe reforzarse el paso hacia el logro de que los funcionarios y empleados de la administración pública rijan todos sus actos por los principios de ética y conducta según lo dispone la ley, la moral y el orden público; exhibiendo el más alto grado de honestidad, integridad, imparcialidad y responsabilidad en el cumplimiento de sus labores en el servicio público.

lunes, 11 de junio de 2007

Ineficacia del sistema de justicia

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


No con sorpresa, pero sí con profunda preocupación se ha recibido el estudio del PNUD “Eficacia del sistema de justicia en el tratamiento de casos de homicidio” presentado el viernes 8 de junio en curso. Una de las conclusiones que más ha impactado es la de que si se comparan los casos extremos entre delitos cometidos, según el Instituto de Medicina Legal (1,020) y las sentencias condenatorias pronunciadas por delitos consumados (39), apenas se tiene un 3.8% de eficacia y eficiencia en la investigación del delito y condena del delincuente; lo que significa, por lo demás, el 96.1% de impunidad en los delitos de homicidio. En dicho estudio, se establece que la mayor responsabilidad recae en la Fiscalía y la PNC, aunque se señala que el 97% de los juzgados presentaba deficiencias.


Independientemente de las deficiencias que cualquiera pudiera señalarle al estudio, algunas fundadas y otras con la intención de demeritarlo, se reconoce en él un esfuerzo institucional serio para conocer la realidad —no la realidad virtual— que vive nuestro país, en el tema de la seguridad ciudadana.


El Gobierno no debe ver, como suele decirlo cuando alguien manifiesta una posición diferente, que se trata de un estudio con un interés político subyacente, restándole relevancia al mismo. Por otro lado, la oposición no debe hacer del estudio una pieza que contribuya a su plataforma de argumentaciones artificiosas contra los esfuerzos del gobierno en este campo. La Corte Suprema de Justicia, por su parte, no debe desconocer una realidad que es de sobra conocida, diciéndonos simplemente que ya tienen una calificación de “buena calidad”. Y la Fiscalía General de la República y la Policía Nacional Civil no deben hacer eco de las posiciones meramente políticas, sino recibir con responsabilidad institucional el estudio, desechar lo que ya se hubiere hecho, esforzarse en corregir lo que se señale como deficiencia y mostrar una actitud abierta frente a la sana y constructiva crítica ciudadana, que al final de cuentas es a la que le deben su actuación.


Ya este Centro de Estudios Jurídicos había señalado que la tendencia ascendente de la delincuencia y su evolución hacia formas cada vez más sofisticadas y complejas, tanto por la extensión de los hechos delictivos como la propensión a adoptar formas de crimen organizado, ha puesto en crisis al sistema de administración de justicia y ha generado graves perjuicios a la economía del país en múltiples aspectos, de lo que dan cuenta cotidianamente los medios de comunicación. La insuficiencia de las políticas y medidas aplicadas hasta hoy constituye un indicio inequívoco de que el auge delincuencial ha rebasado la capacidad del Estado para enfrentarlo con éxito y amenaza la esencia misma del Estado de Derecho, al propiciar la emisión de leyes que la experiencia histórica se ha encargado de desvirtuar por su ineficiencia y su incompatibilidad con un régimen de libertades constitucionales efectivo.


En estas circunstancias, esta institución, como lo ha sostenido anteriormente, considera impostergable la urgencia de abordar el problema delincuencial de una manera integral, procurando el consenso entre las instituciones responsables de administración de justicia, procurando la adopción de un marco legislativo penal que establezca con claridad la cooperación interinstitucional, sobre una base única de carácter jurídico, que permita clarificar y simplificar la participación eficaz de entidades como la Fiscalía General de la República, la Policía Nacional Civil y el propio Órgano Judicial. Con esto se estaría evitando hacer nugatorio el esfuerzo de enjuiciamientos que terminan siendo ineficaces, por la falta de cumplimiento de aspectos puramente formales de esa participación institucional.


Así, pues, pensamos que es de verdadera responsabilidad patriótica abordar el tema delincuencial, dentro de una agenda de nación, despojados de intereses políticos y posiciones ideológicas; y sobreponiendo el interés de bien común.

lunes, 4 de junio de 2007

Importancia de la ética en el arbitraje

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


Tomando en cuenta que el arbitraje está tomando auge en nuestra cultura jurídica, como forma alternativa de solucionar litigios, con el objeto de coadyuvar al correcto entendimiento del papel de los jueces árbitros, y procurando evitar que tanto abogados como interesados observen conductas inapropiadas en el manejo del arbitraje, se ha considerado conveniente presentar un resumen de un artículo publicado por el doctor Juan Eduardo Figueroa Valdés, árbitro del Centro de Arbitraje y Mediación de la Cámara de Comercio de Santiago de Chile.


Si bien las normas de ética profesional, entendidas como los principios de orden moral que deben guiar la actuación de todo profesional, deben estar presentes en el ejercicio de cualquier profesión, ellas cobran especial tratándose del desempeño de los Jueces Árbitros.


En el mundo del arbitraje, conocido es el axioma que dice que un procedimiento arbitral es tan bueno como la calidad de los árbitros que lo conducen

En efecto, el proceso arbitral por sí solo no garantiza la neutralidad ni la objetividad en el conocimiento y resolución de las disputas si hay dudas acerca de la integridad de los árbitros

Desde el momento en que el arbitraje se funda en la confianza, el respeto de las normas de ética profesional por parte de los árbitros tiene singular importancia, ya que constituye el vehículo esencial para mantener la dignidad de estos, y el prestigio de la institución arbitral, como mecanismo alternativo de solución de conflictos.


Las normas éticas a que se encuentran sujetos los árbitros descansan sobre dos principios esenciales, los cuales se encuentran recogidos por la gran mayoría de los reglamentos de los distintos centros de arbitrajes, tanto nacionales como internacionales, al igual que por la gran parte de la legislaciones nacionales sobre arbitraje, cuales son, el de la imparcialidad y el de la independencia.


El famoso autor italiano Piero Calamandrei sostiene que una de las virtudes que más se honran en los jueces es precisamente la imparcialidad, que se traduce en la facultad para resistir a las seducciones del sentimiento.


La imparcialidad se traduce en la ausencia de preferencia o riesgo de preferencia, a una de las partes en el arbitraje o en el asunto en particular, esto es, un criterio subjetivo difícil de verificar que alude al estado mental de un árbitro.


La imparcialidad, de este modo implica que el árbitro debe actuar libre de cualquier inclinación subjetiva, en favor de una de las partes o en contra de ellas.


Con todo, el principio de la imparcialidad en el arbitraje no termina allí; a los árbitros se les exige igualmente apariencia de imparcialidad, ya que no solo deben desplegar las credenciales intelectuales, académicas y profesionales requeridas por las partes, sino que además deben contar con las virtudes morales de un juzgador, debiendo ser virtuosos tanto en el fondo como en la forma.


Ahora bien, el principio de la independencia en el Arbitraje se traduce en que los árbitros no pueden tener vínculos con las partes, o con las personas estrechamente vinculadas a estas o a la disputa, ya sea en relaciones de carácter personal, social, económicas, financieras o de cualquier naturaleza.


Por otro lado, cabe señalar que la independencia del árbitro debe ser no solo en relación con las partes sino también en relación con los demás árbitros o con la institución arbitral. El principio de la independencia en relación con los demás árbitros y a la institución arbitral debe entenderse en el sentido que el árbitro es quien debe decidir y no puede delegar su función en terceros, por lo que será solo él quien responderá de la decisión final, expresada en el laudo o sentencia arbitral.