lunes, 31 de octubre de 2005

Otra elección de fiscal general de la República

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


A pocos días de finalizar el segundo periodo del actual fiscal general de la República, se ha comenzado a discutir en los medios de comunicación cuál debe ser el perfil de este funcionario, de reelección y de alternabilidad en el cargo. Representantes de partidos políticos y de sectores de la opinión pública salvadoreña han señalado la necesidad de examinar detenidamente los atestados de los candidatos, por el bien del país.


La Asamblea Legislativa tiene la responsabilidad, el deber constitucional que le ha delegado el pueblo salvadoreño, de seleccionar a la persona idónea para el cargo. En última instancia, los diputados son responsables de resolver, por medio de una sana elección, el problema de la delincuencia.


El nuevo fiscal general debe cumplir con los requisitos que señala el art. 192 de la Constitución, por supuesto, pero además debe ser un profesional honesto, con profundo sentido de la ética, sin filiación ni compromisos políticos, con experiencia en el campo penal y preferentemente haber servido en la Fiscalía General de la República, en una judicatura penal, de comprobada valentía y con liderazgo para saber conducir a la institución y a sus agentes auxiliares. Debe ser capaz de conducir la institución ante los nuevos retos y desafíos que demanda la globalización inevitable. Debe defender por igual los intereses del Estado y de la sociedad, ser imparcial y apegarse a la Constitución y a las leyes. Debe saber dirigir la investigación del delito y realizar acciones coordinadas con la Policía Nacional Civil, respetar la independencia del Órgano Judicial, y garantizar que sus agentes auxiliares sean señalados por su responsabilidad, ética e imparcialidad.


Hay muchos profesionales que reúnen los requisitos antes señalados; solo falta la voluntad política necesaria para elegirlos.


Lo que vemos, en cambio, es que la elección del máximo funcionario que debe velar por los intereses del Estado y de la sociedad es, como en otras ocasiones y en otros cargos de elección secundaria, una negociación entre los partidos políticos para la persecución de sus fines. Mientras tanto, la sociedad sigue envuelta en una ola de crímenes sin resolver, corrupción sin investigar y abusos de autoridad a tal grado que más pareciera que quien posee el cargo debe tener las cualidades de saber ocultar o no investigar los casos en que funcionarios de Estado o grupos de poder podrían resultar involucrados.


Es aflictivo ver en la lista de candidatos que se ha dado a conocer a un grupo de propuestos por una gremial de abogados que si por algo se distinguen es por su falta de capacidad, conocimientos y cualidades para ocupar el cargo; el gran mérito que tienen es gozar de la confianza de un dirigente de esa gremial, al que le han garantizado impunidad. Es grave ver en esa lista a funcionarios públicos que han fracasado en el desempeño de sus cargos, que casi no tienen experiencia profesional y que son señalados como posibles autores de delitos. En la lista de candidatos faltan nombres de quienes harían cumplir la ley si acceden al cargo.


La Asamblea Legislativa, y los políticos tras ella, pueden hacer un cambio fundamental o seguir el camino de deterioro de la institucionalidad, la democracia y la ética que amenaza con hundir a nuestro país en un nuevo conflicto. Por tanto hacemos un llamado a toda la sociedad civil para que abandone su pasividad y se manifieste sobre el perfil que debe poseer el designado a tan complejo cargo, aportando propuestas de personas capaces, honorables y que carezcan de compromisos partidarios.

lunes, 17 de octubre de 2005

La mayor debilidad de la Administración Pública salvadoreña

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


En la última década, El Salvador ha sufrido una transformación privatista acelerada en la prestación de los servicios públicos de telefonía, energía eléctrica y seguridad social (pensiones). Los detractores de este modelo lo han acusado de favorecer a un canibalismo de las grandes empresas, frente a los débiles usuarios o consumidores y ante los medianos y pequeños empresarios, pero en este contexto, se han creado los difundidos entes reguladores que, en nuestro país, bajo endebles y asistemáticas normativas (de dejar hacer y dejar pasar) han intentado con enormes dificultades regular y vigilar los servicios públicos prestados por empresas privadas.


Otros servicios, como los de agua potable, salud y transporte público, han seguido los modelos tradicionales cuyos prestadores gubernamentales o concesionarios, por sus actos y frutos, han gozado de desprestigio como ineficientes y corruptos.


Últimamente, con mucha expectativa y notoriedad, se habla de novedosas normativas, como la nueva Ley de Protección al Consumidor y la Ley de Competencia, como los cuerpos legislativos que pretenden dar soluciones a los problemas fugazmente mencionados y otros de igual magnitud.


Sin embargo, dichas leyes se insertan en un ordenamiento jurídico administrativo desordenado y con vacíos enormes. Esto es porque en nuestro país cada institución gubernamental tiene su propio trámite singular, un particular sistema de recursos administrativos y, en no pocos casos, las leyes y los reglamentos no dan ningún tipo de trámite o solución a los problemas jurídicos que el particular le plantea al funcionario. Tal es el desbarajuste normativo en que se desenvuelve nuestra Administración Pública, a la que un reciente libro nacional de derecho administrativo, al evidenciar este trastorno, la califica de “Mutante Jurídica”. Ni el más brillante de los juristas podría llegar a conocer todos estos variados procedimientos; menos se le puede exigir tal formidable saber al ciudadano común (administrado).


Esta garrafal debilidad de nuestra Administración Pública se resume en la falta de una Ley General de Procedimientos Administrativos que regule de forma universal, para todas las instituciones administrativas, un trámite común, un único sistema de recursos, un régimen de los actos administrativos, etc.; tal situación, que fue resuelta por otros países hace más de cincuenta años, es en El Salvador una inexplicable y asombrosa omisión.


El Estado salvadoreño cuenta desde 1860 con un Código Civil que en esencia regula de forma general las relaciones entre los ciudadanos particulares. Pero paradójicamente carece de una ley administrativa, de igual o mayor importancia, que regule las relaciones entre los funcionarios y los particulares, las vinculaciones internas y externas de los órganos gubernamentales, el régimen de responsabilidad de los funcionarios, la forma de producción de las providencias administrativas, sus causales de nulidad, la definición exacta de las prerrogativas de la Administración Pública y las garantías de los administrados. Sabemos que desde 1994 existe un anteproyecto de dicha ley sin que conozcamos las razones, por la que la misma ha sido archivada.


El Centro de Estudios Jurídicos considera que solo mediante este cuerpo normativo, la Administración Pública salvadoreña iniciará su camino hacia una verdadera modernización jurídica, unificando procedimientos y creando “reglas del juego” claras para los administradores y administrados, quienes tendrán la oportunidad de saber con claridad y exactitud cuál es tramite por medio del que se depurara el expediente que les concierne a ambos.